Artículo de opinión publicado en el diario Información de Alicante, 07/06/2021. José Antonio Rabadán.

Las pandemias no llaman a la puerta, los riders, sí.

El número de personas mayores fallecidas en centros residenciales para personas mayores en España a causa del COVID-19 ha superado las 31.000, lo que supone aproximadamente el 40% del total de muertes producidas en España en lo que llevamos de pandemia. Lamentablemente no existen datos estadísticos fiables, dada la complejidad del conteo con diagnóstico confirmado o de síntomas compatibles y del entramado burocrático de las comunidades autónomas. Estos datos suponen que nos situemos como uno de los países con la tasa de mortalidad más elevada en centros residenciales a nivel mundial. Unos datos sobrecogedores que nos deberían hacer reflexionar sobre el impacto de la pandemia en la mortalidad de las personas mayores en el medio residencial.

A pesar de que pudimos apreciar la gravedad de la situación en China y sobre todo en la vecina Italia, nadie fue consciente de lo que se nos venía encima. Una tragedia que cogió por sorpresa a todas las generaciones que coexisten en España y que no habían sufrido ninguna guerra, pandemia o acontecimiento de tal magnitud. Esta es sin duda una de las premisas con la que esta catástrofe debe ser evaluada: todo ocurrió de forma inesperada. Sin estar preparados ni alerta para combatir una pandemia tan letal, tan mortífera con las personas mayores. Y es que las desgracias no llaman a la puerta, tal y como expresó Mary Schmich (1997) en su poema “Wear sunscreen”:

"Lo que sí es cierto es que los problemas que realmente tienen importancia en la vida son aquellos que nunca pasaron por su mente, de esos que te sorprenden a las cuatro de la tarde de un martes cualquiera." Mary Schmich 

Y con la pandemia llegó el bochornoso ruido de las redes sociales, el teletrabajo, el turbador saludo con el codo, el gel hidroalcohólico y los webinars de expertos. Todo ello fruto tal vez de este culto a la hiperactividad que nos obligaba a seguir moviéndonos dentro del confinamiento, tal y como un hámster necesita hacer rodar la rueda de su jaula, viajando en dirección hacia su propia cautividad. Eso es lo que hicimos todos, acuérdense.

En concreto, unos salíamos a aplaudir a los profesionales sanitarios desde los balcones, otros contraprogramaban en prime time con caceroladas dirigidas a la administración, y esta misma intervenía centros residenciales para personas mayores para intentar controlar la pandemia, mientras, paradójicamente, los vaciaba de profesionales sanitarios con un plan de contratación laboral masivo para los hospitales. Mientras nadie escuchaba los aplausos ni las caceroladas, ya que realmente era otra actividad más dentro de la rutina del confinamiento, justo después de la tabla de gimnasia y antes de cenar, el ejército encontraba cadáveres de personas mayores en los centros residenciales que no habían podido recogerse desde hace días por el colapso provocado en los tanatorios.

Una estampa propia de una distopía apocalíptica que algún día recordaremos desde el anecdotario personal: mientras personas mayores morían en condiciones inhumanas, otras devoraban todas las series a su alcance en Netflix y consumían comida basura que traía a casa un rider que, este sí, llamaba a la puerta.

Prueba de estrés no superada.

Casi de inmediato, muchos se pusieron a buscar responsables en los modelos de atención, en los protocolos hospitalarios, en las menguantes inversiones públicas… intentando tangibilizar el número de fallecidos en nuevos servicios, dimisiones y hospitales poligoneros. Reacciones que pueden considerarse naturales ante tal frustración pero que hacían un diagnóstico superficial e incompleto además de obstaculizar un análisis más profundo y sosegado que es necesario realizar sin más demora.

No se daban cuenta que la verdadera raíz de todos los desaguisados que se sucedieron en la pandemia era el resultado de varias décadas de instauración y regencia de la dictadura edadista que nos gobierna, del culto a la eterna juventud, de una quimera de las vanidades que ha hecho desaparecer a las personas mayores en su propio triángulo de las bermudas: sofá, frigorífico y televisión. Solo está permitido salir en caso de fractura de cadera o diagnóstico de deterioro cognitivo para hacer un pequeño viaje al hospital o residencia, posiblemente sin retorno y respectivamente. Por algo a esta generación tan maltratada se le bautizó como generación silenciosa. Ninguna generación nos dio tanto a cambio de tan poco. Ninguna otra generación debería permitir que se le ningunee con paracetamol y se le arrincone con haloperidol.

Resulta obvio que detrás de la pandemia, las redes sociales, las caceroladas, los militares, Netflix y la depresión del confinamiento, ya existía un sustrato de discriminación y malos tratos a personas mayores que permanecía invisible y que lamentablemente sigue y seguirá siéndolo por muchos años. Esta pandemia solo ha puesto de manifiesto la gran punta del iceberg que supone la discriminación por edad y que barremos todos los días debajo del asfalto de nuestra sociedad.

Una discriminación que fue tomando forma desde la autoridad de los medios de comunicación y su encomiable tarea de mostrar a las personas mayores como una carga para la sociedad hasta el protocolo sanitario que marcaba la edad de ochenta años como la cruel concertina que impedía el acceso a determinados recursos sanitarios. Cuestión de arrugas y de distribución de recursos.

Con todo esto, el edadismo ya supone la tercera causa de discriminación por detrás del racismo y del sexismo según la OMS, pero sin duda la más invisible e ignorada por los medios de comunicación. Y es que un problema social, además de existir, ha de ser percibido como tal.  La pandemia ha supuesto una prueba de estrés que no hemos superado, un evidente fracaso de la construcción edadista de esta sociedad tan cool del siglo XXI.

El valor de una vida es inversamente proporcional a los años vividos.

Si el número de víctimas en residencias de mayores se hubieran producido en otro tipo de institución, como centros penitenciarios, universidades, colegios o guarderías, estoy completamente seguro de que el análisis hoy en día sería otro. Recuerden que han sido 31.000 solo en centros residenciales. Y no es cuestión de clase social, nivel cultural o localización, es estrictamente una cuestión de edad.

El edadismo nos ha llevado a aceptar que las muertes de personas mayores tienen menos valor, menores consecuencias y que son víctimas aceptables. Y ante tal evidencia no podemos seguir mirando hacia otro lado, no podemos seguir justificando que el valor de una vida es inversamente proporcional a los años vividos. El valor de una vida es el mismo siempre, independientemente de su raza, sexo o edad. Porque es justo, de sentido común y porque así además lo hemos recogido en el artículo catorce de nuestra constitución: todos los españoles somos iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.

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